I. Introducción
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La fenomenología de las sectas ha preocupado a cualquier sociedad y tiempo. Es bien conocido que la religión cristiana primigenia fue tratada por el Imperio Romano como una secta criminal, y después ésta criminalizó ciertas herejías, magias y supercherías. En esta controversia adquiere relevancia el tratamiento del poder en el núcleo de la sociedad. Lo que antes era efectivamente peligroso hoy se nos presenta adecuado o beneficioso para la sociedad, y aquellos otros comportamientos que antes eran neutros, en determinados ámbitos sociales parecen ahora representar un riesgo.
Dicho esto, el concepto de criminalidad o de peligrosidad no son conceptos rígidos u ontológicos, sino que dependen funcionalmente de la estructura de la sociedad. Desde que Max Weber y posteriormente Émile Durkheim, entre otros, abrieran la posibilidad de analizar ciertos fenómenos de forma estrictamente sociológica y sistémica, ha pasado más de un siglo sin que hasta la fecha exista un acuerdo sobre la naturaleza perniciosa de ciertas dinámicas grupales, vinculadas o no a religiosidad.
En este breve artículo vamos a tratar de exponer algunas claves que pueden ayudar a comprender qué elementos pueden constituir una actividad peligrosa y criminal dentro de la fenomenología de grupos religiosos.
II. Sectarismo y sectas criminales
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En mis años como abogado penalista he podido comprobar que los clientes siempre parten de su propia verdad, y no es para menos. Tienen expectativas legítimas de activar un derecho, máxime si existe un perjuicio grave y manifiesto. Sin embargo, más allá de la cuestión probatoria en un juicio, resulta de antemano relevante analizar en el caso de afectados por supuestas sectas criminales, si las pruebas están asociadas a conductas criminales.
En efecto, pueden existir pruebas de cierta dinámica peligrosa o conectada a un perjuicio digamos que causal, sin embargo no significa que exista lo que se denomina en el Derecho penal imputación objetiva, o con otras palabras, existen conductas neutrales o ajenas al sistema penal.
Podría decirse, junto al sociólogo Niklas Luhmann, que el código que rige el Derecho penal es el de justo/injusto, por lo que sólo los comportamientos que pudieran tratarse mediante este código podrían, al menos inicialmente, tratarse como una cuestión penal, y sensu contrario, una conducta claramente justa o de otro ámbito paralelo al penal, por ejemplo el civil en relación a simples indemnizaciones por incumplimiento contractual o extracontractual no pertenecerían al código justo/injusto del sistema penal. Aquí nos interesa si los perjuicios que pueda sufrir un adepto por la acción u omisión de una tradicionalmente denominada secta, pueden constituir un asunto penal.
En primer lugar, se tiende a pensar que el sectarismo es un indicio o prueba de criminalidad. Nada más lejos de la realidad. Como decíamos, el primer cristianismo fue considerado tal. Por otro lado, genuinamente los partidos políticos también surgieron como escisiones, inicialmente y aún hoy constituyen agrupaciones que sectorizan las ideas económicas y políticas. Además es frecuente percibir por la sociedad cierto sectarismo en partidos políticos y empresariales sin que constituya injusto alguno. Y es que desde las declaraciones de derechos humanos, y más concretamente con las constituciones, la moral grupal asociada a la religión comenzó a desquebrajarse para abrirse esa puerta individual y autónoma de la moral personal.
Desde entonces, el auge de las sectas puede decirse que ha aumentado, sin embargo y sin hacer interpretaciones tales como las de Weber que le llevaron a asociar el auge de las sectas protestantes como factor del capitalismo, y sin tampoco asociar como Durkheim el factor religioso a concretas causas de suicidio, en nuestra opinión el sectarismo o las sectas corresponden a ese ámbito genuinamente inherente a la formación de la conciencia y su práctica de forma asociativa. Dicho de otra forma, el sectarismo y las sectas per se constituyen ámbitos de comportamiento neutros, o si se quiere refuerzan el pluralismo.
Dicho esto, podemos centrar el debate de la peligrosidad o de la criminalidad de las sectas (también de cualquier otro grupo) en la naturaleza perniciosa o riesgo para la propia operatividad funcional de la sociedad (a sus valores inherentes) o a estrictos comportamientos delictivos (estafas, coacciones o persuasión coercitiva).
En este primer ámbito no resultada ilógico comentar que dicha peligrosidad o criminalidad depende de cómo está conformada la sociedad, y no resultará sorprendente que en una sociedad gobernada por cierto grupo religioso, algunos comportamiento se permiten y otros no en comparación a nuestra actual sociedad. Sin embargo, en un mundo funcionalmente diferenciado, el punto de mira es la protección de derechos fundamentales.
Aquí la controversia se dice que es la ponderación de intereses entre un comportamiento conforme a la libertad de conciencia o su sujeción a la norma. Interesa en este punto considerar si algunos dogmas de conciencia pueden poner en peligro la operatividad de la sociedad. Posteriormente analizaremos si los comportamientos amparados en una dogmática religiosa o ideológica pueden asociarse a actos criminales y daremos algunas herramientas básicas de cómo combatirlos.
En primer lugar, el art. 515.2 del Código penal español vigente criminaliza la asociación que aunque no tuviere fines delictivos, empleara medios de “alteración o control de la personalidad”, lo que de alguna forma habilita a considerar que se acepta legalmente el potencial perjudicial de estos medios, pero en definitiva, con este artículo (único en el Código penal español claramente dirigido a criminalizar esta fenomenología) exclusivamente se declara la ilegalidad de dicha asociación con la disolución y penas accesorias del art. 129 del Código penal (art. 520 CP).
Lo que sorprende es que no haya pena personal alguna a los fundadores, directores, presidentes de las asociaciones y a miembros activos en este caso tal y como se establece en otros supuestos de asociacionismo ilícito, lo que deja patente que este delito supone una medida preventiva contra cierta peligrosidad, y por lo tanto no se exige necesariamente conciencia y voluntad de “alteración o control de la personalidad”, sino que basta dicho peligro.
Y en segundo lugar, no existe un delito que prohíba explícitamente el uso doloso o imprudente de estos medios de control contra las personas. En las ocasiones en las que se ha dado cierta gravedad hay que hacer encaje de bolillos para encuadrar el hecho al delito de coacciones, al delito contra la integridad moral, al de detención ilegal o al delito de proselitismo ilícito. Esta es una paradoja del sistema penal y de aquí resulta un claro interés del sistema penal por proteger más al sistema social que a las personas. Esta paradoja sólo puede ser resuelta con una mayor comprensión del binomio riesgo para el sistema/riesgo para el individuo.
III. ¿Delito de persuasión coercitiva?
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Hemos podido comprobar que no todo sectarismo es criminal, y que sólo aquellos peligros que afectan al sistema pueden declarar ilícita una asociación. No obstante, la mayoría de afectados de sectas a las que se les acusa de ser criminales, afirman que no fueron conscientes del trasfondo de donde se metían. Se denuncia una contrariedad personal factorizada por el desconocimiento. A esta contrariedad personal se le ha denominado más recientemente persuasión coercitiva como aquella sumisión que contradice la conciencia propia. De aquí que habitualmente las acusaciones en los procedimientos penales dirijan los esfuerzos en probar que hay una persuasión desconocida.
Pues bien, es inevitable aquí concluir que un error de estrategia de las acusaciones es intentar criminalizar una conducta que el Código penal no contempla de forma claramente normativizada. Parece más adecuado en ciertas ocasiones dirigir primero el esfuerzo a alertar al sistema de los peligros que pueden derivarse de ciertas dinámicas grupales. Para esto el sistema no escatima en recursos, excluye rápidamente cualquier amenaza tal y como hace el poco utilizado art. 515.2 CP.
Como decíamos, esta paradoja redunda en la falta de regulación de algo que interesa más a las personas, sus propios derechos. Sin embargo, si se parte de que el afectado ha aceptado diversas doctrinas religiosas, o por ejemplo quien asume los riesgos de un ayuno, no puede quejarse luego de las consecuencias de su propia y libremente aceptada auto-puesta en peligro. De igual forma quien se adentra en un mundo criminal voluntariamente no podría apelar al desconocimiento inicial de todas las cosas que se llegan a hacer después de una vida entera dedicada al crimen.
Entonces la cuestión no es tanto si se desconocía un futuro perjudicial. También el montañero desconoce todos los peligros de una cumbre, y a pesar de esto un resultado fatal no puede ser imputado a quien le animó a realizar tal actividad. Tampoco se puede reprochar al entrenador de un boxeador que no haya tirado la toalla aun a sabiendas de que su púgil estaba mermado, ni tampoco al árbitro. Cada persona es competente de advertir los peligros en los que se adentra y asumir sus consecuencias.
La cuestión normativa es si las conductas que sobre el sujeto se irrogan por terceros pueden considerarse limitativas ex initio de sus derechos de modo tal que el grupo o determinados sujetos (líderes, miembros activos) sean competentes de su protección cuando de alguna forma han restringido la capacidad de voluntad del sujeto de advertir o responder a determinados peligros. Después de esta valoración habrá que comprobar cierta imputación de conexión en otros resultados lesivos, por ejemplo las lesiones psicológicas.
Sin llegar a ser demasiado técnico, consideramos que la clave para diferenciar conductas criminales de otras a las que podemos definir dentro del proselitismo y en su caso de sectarismo, es que el sujeto afectado haya sufrido una restricción o anulación del horizonte legítimo de expectativas de forma que se le dificulte o anule la capacidad de revocación de dicha situación. Si planteamos el problema de este modo podemos comprobar que la cuestión gira del siempre utilizado discurso sobre el desconocimiento de la incursión en un ámbito sectario, a otro mucho más normativizado: la atribución de la restricción de las expectativas legítimas. Sin embargo de aquí resulta otra paradoja, que el sistema no haya previsto que esa restricción de expectativas sea un ámbito riesgoso o peligroso para el sistema o para el ciudadano. Esta es la tarea sobre la que no se ha trabajado aún.
La principal tarea que queda por hacer en este ámbito es considerar que todo producto, también la oferta religiosa o moralizante, el proselitismo y el cómo se oferta el producto, es fuente de ámbitos riesgosos. De esto tiene que quedar perfectamente informado el ciudadano, y para esto se precisa de un sistema que administre la oferta como cualquier otro producto destinado a un consumidor.
IV. Coordinación comunicativa en las disciplinas y estrategias de persecución
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